martes, 30 de abril de 2013

LOGONAUTAS


En una guardia a cuyo frente se encontraba un médico dedicado y “benévolo” había un letrero en la puerta del despacho de este doctor que decía: “Consultorio del doctor. Por favor golpee”. El médico se vio llevado a la desesperación, y finalmente a capitular, por un paciente sumamente obediente, que jamás dejaba de golpear cuando pasaba delante de la puerta.
                                                       Gregory Bateson


-Usted, doctor, se ajusta al pensamiento plenaórico, que es de las matemáticas, y eso le impide coteborizar lo que intento decirle.
-Oh, no, yo no me ajusto a plenaoria alguna. Precisamente, si eso hiciera, acotaria las tangentes coteborizantes a esquemas que no seria capaz de entender, y sin embargo lo hago –respondió el doctor, adentrándose en el juego que el paciente proponía, intentando efectuar lo que en teoría había aprendido como “doble vínculo terapéutico”, que indicaba exacerbar la psicosis en el sentido que el sujeto propiciaba, con la finalidad de alcanzar cotas de absurdo que acabaran con ese caprichoso ardid semantico, con el cual pretendía exorbitar los contextos culturales comunes. Si bien era conciente de que tales manejos del idioma -rígidamente afirmados en estructuras tan básicas que devienen inconcientes- eran propios de un síndrome bastante frecuente en este tipo de patologías, había elementos en aquel individuo que lo distinguían en un sentido por demás interesante en términos profesionales, mas algo inquietantes en cuanto a la puesta en evidencia de factores que colisionaban con el sentido común, y más aún, con premisas elementales del pensamiento ajustado al método propio de la ciencia. Del trato cotidiano con él había creído observar que, cuando el detritus significante entre tanta palabra inventada espontáneamente le sugería alguna idea mas o menos concreta, esta comportaba una suerte de anticipación visionaria. De hecho, el doctor llegó a pensar que, de desentrañar más o menos fidedignamente los crípticos mensajes que el extraño neologista emitía, obtendría información respecto de eventos que seguramente iban a ocurrir en un futuro cercano.
Por cierto, no lo había comentado con nadie, por cuanto el derrotero lógico de las conclusiones apuntaría a que lo asimilaran a él mismo a los psicóticos, en esa presunción tan usual que supone que el contacto diario con enajenados termina por desestabilizar la psiquis del terapeuta.
Por otra parte, debía estar alerta si pretendía caminar por aquel angosto desfiladero entre contextos de interpretación común y otros de comportamiento aleatorio, sujetos a tropismos cuya interrelación caprichosa generaba estructuras inestables. Máxime teniendo en cuenta que esas caóticas composiciones, en este caso, parecían despertar facultades difíciles de procesar desde nuestro statu quo cultural.
-Usted dice solo quemites para que yo me anzurre. No esta funcomitando correctamente.
-¿Funcomitando? –Preguntó, saliéndose por un momento de la pauta, por cuanto tal forma verbal parecía guardar una relación mas apropiada con el supuesto significante.
-Funcomitando, si. Usted sabe –respondió, como si de alguna extraña manera diera un paso en dirección a una comprensión mutua mas ajustada a canones, como respondiendo a la actitud asumida por el doctor. Y añadió, fastidiado: -Haciendo funcionar las ruedas alrededor de un camino que ya conoce.
-¿Depende de mí que avancemos?
-Depende de usted que pueda funitrar como se debe; yo solo, sanatrego bastante bien.

Durante meses había tomado nota de las palabras inventadas, tratando de hallar un patrón, o al menos una minima recurrencia, sobre la cual comenzar a articular un ápice de relación coherente entre tales términos; pero había abandonado la confección de tal nomenclador por cuanto observó que las palabras jamás se repetían, ni una sola vez. Si existía un nexo relacional entre ellas, operaba en niveles lógicos inasequibles para él; y consideró que, siendo así, era mas probable que hallara algún sentido profundo si accedía a un hilo conductor en forma espontánea, intuitiva, dejando al extraño flujo lingüístico actuar libremente sobre él.
-Todo esto es sanargósico. Estoy cansado de estrupilenos. Y usted, doctor, haría bien en no altraconizarse de limbusparsis. Están en su propia casa, y lo induflenigezarán ni bien se descuide. Ahora, déjeme plenipensar. Estaré nadando en la argofasia cuando lo vea arribar a usted, escatomorfo.
Andrajoso y ligeramente maloliente, el neologista se incorporó y abandonó el consultorio. A través de los vidrios sucios lo vio marcharse, con paso cansino, por los oscuros pasillos del hospital. “Están en su propia casa, y lo induflenigezarán ni bien se descuide”, había dicho, con esa característica sentenciosa que parecía adoptar su expresión cuando asumía aires oraculares. Al margen de las incógnitas, casi absolutamente imposibles de despejar, la formulación había ostentado un fuerte tono de advertencia. Dos puntuales interrogantes lo alejaban de la interpretación taxativa. Uno: ¿quienes estaban en su casa? ¿Se refería a su mujer y a su hijo, a ocasionales visitantes, o a fantasmas o algo por el estilo? Y el otro: ¿Que corno habría querido decir con induflenigezarán? Tomo el comprimido que utilizaba para establecer la estática cerebral óptima en función de lucubraciones abstractas y esperó unos minutos que se metabolizara lo suficiente para ayudarlo en ese trance.
No bien comenzó a abstraerse en secuencias de patrones formales cada vez mas abarcantes, el ejercicio se convirtió en una especie de búsqueda clave, de frente a un episodio que podía dar un vuelco absoluto a su vida. Eso sintió, con la certeza propia de quien esta aproximándose a una revelación trascendental. Sin embargo, unos leves pruritos, referidos a la cruenta pérdida de resguardos que parecía estar experimentando, lo alertaron en el sentido de que podía estar metiéndose en una corriente de cuyo flujo le costaría salir, y ello si aún podía hacerlo. Pero la inminencia de la resolución del dilema que separaba los contextos psicóticos de otros validados por convencionalismos lo llevó a internarse aún mas; la pasión que lo había impulsado a abrazar esa profesión se renovó con energía inusitada. En un momento supo que el lenguaje era básicamente algebraico, que no importaban las palabras sino la relación entre las mismas; entendió por qué solían asimilarse estos estados a metáforas de iluminación, y un abismo se abrió en su mente. Un abismo tal que los diques cedieron estrepitosamente, y de golpe pudo comprender cada una de las lógicas que habían empleado todos los pacientes que había intentado en vano asistir, a lo largo de su carrera.
Pero un factor de su vida -uno sólo que eran dos-, lo había alejado durante todo ese tiempo de la síntesis esclarecedora a la que acababa de arribar. Salió corriendo del hospital, subió a su auto, manejo enloquecidamente, tergiversando toda señal de tránsito, semáforos, gestos e insultos de los estupefactos conductores. En la esquina de su casa chocó violentamente contra otro vehículo, y se lastimó la frente. Sangrando, hizo caso omiso de los improperios y exigencias del damnificado y caminó resueltamente hacia su casa. Su mujer e hijo, advertidos por el ruido del choque, habían salido a la calle y corrían a su encuentro, alarmados.
-¿Que pasó, por dios, estás bien? –Dijo uno de ellos, pero el doctor no entendió lo que decía ni supo cuál de ellos le había hablado.
-Ustedes desbunfijaron mi stratus –fue su respuesta, formulada mientras los señalaba con índice acusador. Su mujer pensó que era efecto del golpe. Lo siguieron, intentando contenerlo, pero no había forma. El doctor entró en la cocina, tomó la cuchilla de tronchar y, presa de una furia ineluctable, partió la cabeza de ambos.

-La estringofrenia no es lo que fluctúa, doctor –dijo el neologista. –El problema son todos esos negofunticios hiperclibantes.
-No olvides los disfunctios. Son capaces de obtruficar la sinanteria del avifunzor mas certofalante –respondió el doctor, desde la cama contigua. -Y ahora déjame en paz. Ciertamente los oligotracios son peores que los negofunticios en eso de descalibrar escolontes trascendentales. Así que tené cuidado.
La noche, en tanto, caía sobre los lúgubres ventanales del pabellón.
(Y ya que estamos, pensemos cuidadosamente si esta expresión final tiene más o menos fundamento empírico y/o sentido objetivo, que las que acaban de pronunciar nuestros amigos logonautas.)

domingo, 25 de noviembre de 2012

LA VIDA PARECIA HABER COMENZADO A SONREIRLE

Stern

Aldo peinó unas cuantas líneas de cocaína sobre el vidrio de la mesa. Hacía dos días que estaba allí, encerrado, esnifando, bebiendo whisky, aprontándose para lo que iba a ser su golpe final, el retiro. Sólo tenía que pasar por el depósito de una empresa multinacional la noche anterior al día de pago. Había hecho toda la inteligencia previa con tenaz meticulosidad, ayudado por la sustancia, que lo mantenía despierto y alerta. De vez en cuando quedaba bañado en su propia transpiración, motivada por el abuso del tóxico. Mas el cierre glorioso que iba a dar a su vida criminal, le proporcionaría lo suficiente para retirarse a una playa paradisíaca, en la cual reponerse poco a poco de estos flagelos del vicio. Y la noche del atraco final había llegado. Volvió a comprobar su pistola, ansioso, sintiendo que cada segundo duraba horas. La dejó sobre la mesa. Allí también estaba el paquete con algo como trescientos mil dólares. Iba a dejar así como así esa pensión de mierda, esa vida de mierda, esa infancia de mierda llena de privaciones y vejámenes, de todo aquello que no quería recordar pero que había consumido casi toda su vida. Había llegado la hora del desquite.
Un auto se detuvo frente al edificio, y su inquietud y nerviosismo aguzados por la coca lo llevaron a incorporarse de un salto a mirar por la ventana. Se trataba de un taxi, que traía a la puta del cuarto frente al de él. Estaba muy buena, la guacha. Muy, pero muy buena. Venía con sus pantalones de cuero ajustados, sus tacones y una blusa colorinche, estilo hindú. Ufff, qué buena que estaba. Sintió casi inmediatamente una férrea erección, y la transpiración se volvió más profusa. La oyó subir con sus sensuales tacones por la escalera, y no pudo contenerse. Tomó la pistola y justo antes de que la rubia teñida -de hermosas facciones y gesto de hastío vital- alcanzara a cerrar la puerta, interpuso un pie y le apuntó a la cara. 
-¿Qué hacés, imbécil? -Preguntó ella, mientras Aldo la empujaba al interior y cerraba la puerta.
-No me digas imbécil -respondió con frialdad, justo antes de cruzarle la cara con el revés de su mano izquierda. Roxana -que así se llamaba- no tardó en sentir en su boca el gusto de la sangre.
-¿Qué hacés, hijo de puta? Antes de que vuelvas a pegarme, aclaremos las cosas. ¿Qué pasa, tenés ganas de coger? Decilo y listo, querido. Me he bancado fulanos que ni te cuento. Dale, date el gusto; y si te agrada y me podés dejar unos pesos, mejor todavía.
Aldo la agarró, casi le arranca los pantalones, la puso con las manos sobre el sillón, buscó desde atrás la vagina con su miembro y la penetró a lo bestia. Su venganza contra el mundo estaba comenzando. Le encantaba poseer a la bella prostituta, someterla… la tomó de los gruesos cabellos teñidos y se esforzó en darle cada vez más fuerte. Ella parecía seguirlo en el deleite, y eso lo encabritó, al punto que tuvieron un orgasmo tremendo. Se dejaron caer sobre el sillón, exhaustos. 
-¿Tanto lío para eso? -Preguntó Roxana, con el ritmo respiratorio aún alterado. -Dejá ése arma, no hace falta. -Aldo no le hizo caso. -¿Acaso me tenés miedo? 
-¿Miedo? No, no te tengo miedo.
-Entonces dejá el arma.
-Vamos a mi cuarto. Tengo unos tragos y un poco de coca.
-Dale, vamos.

La vida parecía comenzar a sonreírle, finalmente. Bebieron, se tomaron unas buenas líneas, volvieron a tener sexo… era la primer cosa buena que  ocurría en la vida de Aldo. Y ya casi podría decirse que en la de Roxana también. Tanto intimaron que, finalmente, y con la pistola a mano, Aldo le contó sus planes. Lejos de horrorizarse, e incluso de sorprenderse, Roxana lo instó a hacerlo y le preguntó si necesitaba ayuda -a cambio de un porcentaje, claro-. Él redobló la apuesta, diciéndole que, por supuesto, no necesitaba ayuda para realizar el atraco, pero que podrían usufructuar juntos tanto el dinero que estaba allí, sobre la mesa, como el que recolectarían rato después. A ella le pareció óptimo, pero insistió en acompañarlo. 
-Fijate que no sería prudente volver por acá. Más vale damos el palo y nos las tomamos. En la ruta es más difícil que nos atrapen, y menos si no paramos hasta quién sabe dónde…
-Tenés razón. Yo termino hoy con la renta, así que no queda ese cabo suelto. ¿Y vos?
-A mi ya me amenazaron tres veces con dejarme en la calle por falta de pago, así que no te hagás problema.  
-Entonces, ya va siendo la hora. ¿Vas a preparar un bolso, o algo?
-Dame cinco minutos.
-Yo también tengo que acomodar algunas cosas. Que sean diez.

Luego de algunos kilómetros, en un barrio suburbano, se levantaba un importante edificio, una especie de corralón. Paró frente a la puerta, de la vereda de enfrente, a la sombra de un tilo que lo ocultaba bastante.
-Cuidate -le dijo ella, amorosamente, mientras él preparaba su pistola.
-Es pan comido. Vos quedate acá. Y mantené el motor en marcha.
-Es lo que pienso hacer. Pero donde salga otro que no seas vos, arranco y me tomo el olivo, viste.
-Quedate tranqui, voy y vuelvo -respondió, haciéndose el Humphrey Bogart.
Bajó del coche y rumbeó para la puerta. “Algún verso debe tener estudiado, por lo visto tiene datos”, pensó Roxana, mientras veía que alguien abría la puerta y entraban.
Roxana apenas tuvo tiempo para colocarse un par de guantes de goma, sacar su .38 corto y comprobarlo. Aldo salía caminando velozmente, y avanzaba hacia el auto con una bolsa en una mano y el fierro en la otra. Fue cuando ella, apoyándose en la ventanilla, le metió una bala en medio del pecho. Aldo casi cae de espaldas, pero se bancó el impacto, volviendo sobre sus pies como un pelele. Iba a levantar su pistola cuando sonó otra vez el .38, la pistola salió disparada de su mano, y ésta vez cayó de espaldas. Ella bajó presurosa del auto, observó a Aldo -que agonizaba a ojos vista-, y le dijo:
-Vos no violás más a nadie, hijo de puta.
Tomó la bolsa de dinero y subió al Toyota. La puso junto a la otra; arrancó despacio, mientras guardaba pistola y guantes en el bolso de mano; y  luego comprobó, como suponía, que no estaban los papeles del auto. “Mejor”, pensó, y se dirigió hacia el camino que la llevaría al Delta del Paraná. Iba a comprar una finca. “Las cosas mejoraron de golpe, como suele suceder. Ya basta de tipos repugnantes manoseándome y evacuándome su mierda; física, mental y espiritual”
Vio pasar en dirección contraria un par de patrulleros a toda marcha y fanfarria de luz y sonido. Alguien lo habría hallado, ya. Ni bien llegara a una costa, arrojaría el .38 y los guantes con pólvora lo más profundo que pudiese. lgual, no estaba registrado a su nombre.
Encendió la radio, un cigarrillo y se sintió libre. Por primera vez en su vida.

lunes, 29 de octubre de 2012

LA SACERDOTISA DE OXUMARÉ

Paolo Eleuteri Serpieri

Ya había dispuesto los tres objetos que mi atención dispersa -y probablemente mi personalidad fragmentaria- necesitaba para ejercitar el rito de la creación literaria: la vieja máquina de escribir Lexicon 80, un atril de lectura con libros para la ocasión y más allá, a unos tres metros, el televisor. Raro, ¿no? La mayoría prefiere quietud y concentración. Pues bien, yo necesito dispersarme. Mis detractores dirán que se nota, y yo les responderé que se vayan a la concha de su madre. No necesito prestigio, dinero o afilar las formas, sino vomitar de modo apenas metódico buena parte de la basura que recibo de este mundo imperfecto.
Abrí una botella de un whisky, escocés pero de medio pelo, me serví una copa, encendí un Gold Leaf, metí un papel en la máquina, hice unas arandelas de humo, bebí un trago y escribí: “Todo el mundo, todo el tiempo, me reprocha haber dejado de lado las finezas estilísticas, para desarrollar casi exclusivamente un modo de narrar basto, poco elocuente y guarro desde donde se lo mire. Y, dependiendo de quién venga la crítica, le respondo de diferentes modos y talantes; o directamente los miro como si fueran un sorete de perro en la mitad de la sala.”
Golpearon a la puerta, y oí la voz de Pepe “Cratilo, dale, abrí”.
Mientras lo dejaba pasar, le pregunté si estaba apurado o qué carajo le pasaba.
-Nada, boludo, no me gusta ese rellano oscuro. Menos al lado de este departamento (se refería al departamento frente al mío, en el que no vivía nadie pero en el que, curiosamente, sonaba un reloj despertador todos los días a las 7pm).
-Estás cada día más cagón…
-No, loco, es muy raro, eso. 
Después de un par de días te acostumbrás, y después de un par de semanas dejás de preguntarte acerca de ello.
-¿No entra nadie allí? ¿Nunca?
-Nunca vi ni oí entrar a nadie. Pero sabés qué, me calienta tres pelotas.
-¿Teacher’s, estás tomando?
-No, Es mi propia orina. Viste que dicen que hace bien…
-Qué pelotudo que sos. Pasame una copa.
-Por favor, se dice. Y a ver cuándo traés algo, vos.
-¿Seguís con el carromato ése? -Se refería a la Lexicon.
-Claro. Es un fierro. Y encima los vecinos se piensan que trabajo.
-Sos gil, eh. Te dije mil veces que las cosas pasan por la internet.
-Lo más cibernético que manejé fue el pinball. 
-Qué pedazo de tarado. ¿No pensás entrar al siglo XXI nunca, vos?
-Mi reino no es de este mundo, y mi calendario, menos.
-Dale, seguí con el mimeógrafo, nomás.
-Chupame un huevo.
-¡Dale!, -gritó Patricia desde el oscuro rellano. Le abrí la puerta.
-Hola, ¿cómo andan?
-No tan bien como vos, pero vamos tirando -le respondió Pepe.
-Bueno, el ánimo hay que trabajarlo, también. Si venís depre a visitar a éste, que anda siempre pisándose el alma, no sirve, man. Vení y tirá buena onda; si no, no vengas.
-Vengo a ver a mi amigo, che. Hacé el favor de no bardear.
-La dama habló -salté en defensa de la hermosa vecina. -Vení y tirá la buena o andate bien a la mierda.
-Váyanse a cagar.
-¿Ya están chupando whisky?
-Si querés hacete unos mates.
-No, servime uno. Y si se acaba no te calentés, tengo un tubo en casa.
-¡Ésa es mi vecina!
-Te conozco, amiguito. Sos muy generoso, salvo cuando te zarpan la bebida.
-¿Generoso? -Preguntó Pepe, dejando expresada como mínimo, la duda. Yo manotée la botella y la puse entre Patricia y yo. -Mejor -acordé-, ésta es para nosotros.
-Eh, no te bancás una joda… Che, hablando de todo un poco, ¿supiste algo de Renato?
Renato había partido hacía como seis meses a Brasil, y nadie sabía nada de él.
-Calláte, que el otro día cayó la madre, llorando, y me acusó de saber algo y no decírselo…
-¿Y qué le dijiste?
-La verdad, que no sabía nada y que seguramente andaba de joda y borrachera por allá. Y le aconsejé que fuera a la Policía Federal para pedir que lo traigan de las pestañas.
-Lo mandaste al frente, boludo.
-Ah no… que se joda por pelotudo, tener a la madre desesperada y llorando de ese modo… aparte, ¿qué tengo que ver yo, para andar bancándome a la vieja? Ya bastante tengo con la mía.
Y como esas situaciones tan habituales que probablemente tengan que ver con lo que Gregory Bateson llamó “Metálogos,” Renato llamó a la puerta. Cuando abrí, me sorprendí al ver en su frente, hacia la derecha, una fea cicatriz aún supurante, más perecida a las que se producen por aplastamiento que por palo.
-¿Qué te pasó, boludo?
-Es un poco largo -saludó a los demás y se arrojó en la silla. Lucía algo triste, como deprimido. Le serví un whisky. 
Nos miró a todos, y soltó una carcajadita paradójicamente triste.
-¿Me querés decir qué te pasó en la cabeza?
-Me dí un palo con una bicicleta, en Río. Pero es parte de la historia.
-No llamaste a tu vieja, pelotudo. Estaba desesperada.
-Ya sé, pero ¿qué querés que haga, si ya en Foz de Iguaçú, a la ida, no tenía más un mango?
-¿Te fuiste sin guita?
-Algo llevaba. Pero quise comprar faso y me vendieron una piedra.
-¿Una piedra de faso?
-No, gil. Una piedra de piedra.
-¡Pero sos más boludo que el agua de los fideos, vos!
-¿Me dejás que te cuente? Resulta que después de andar por ahí a la buena de dios, terminé en un aguantadero de vendedores de falopa en una favela del Complexo do Alemão…
-¡No te puedo creer que este tipo cuente que estuvo en un aguantadero narco de una favela como si contara que fue a la verdulería! -Exclamó sorprendida Patricia.
-Y, es Renato -aclaró Pepe, como si con eso aclarara algo.
-¿Me dejan contar? Bueno, un día salí a comprar una botella de cachaça y uno de los locos me dijo que fuera en su bicicleta. Ojalá no le hubiera dado bola, ya que habíamos estado bebiendo bastante. Empecé a pedalear morro abajo, y como era empinado, fui tomando velocidad. Más adelante el camino doblaba a la izquierda, y apreté los frenos. Frenos que no tenía, y el boludo del dueño que no me avisó. Intenté frenar bajando un pie, pero iba demasiado rápido. Entonces puse todas las fichas a doblar y que la inercia no me arrastrara al abismo. Doblaba, doblaba, doblaba, sostenía el manubrio con todas mis fuerzas. Pero no fue suficiente. Volé y fui a estrellarme como tres metros abajo contra una piedra plana. Gracias a dios que era plana, que si no, no la cuento. Obviamente, perdí el sentido. Me desperté, me dolía todo, especialmente la cabeza, y no veía nada con el ojo derecho. Vi la sangre seca en la piedra, y cuando pude subí la cuesta, a sabiendas de que nadie me iba a ayudar ahí debajo. Llegué a la polvorienta cuesta, y alguien me llevó en un auto hasta un puesto de salud. Recibí algunas curaciones, estudios mínimos, de acuerdo a lo elemental de su equipamiento, y quedé un par de días en observación. O supongo que habrán advertido que no tenía adónde ir; y de volver con mis nuevos amigos sin la bici, ni pensar.
-¿No te iban a echar una mano? -Preguntó ingenuamente Patricia, que no salía de su asombro.
-No, querida, me aguantaban porque bajaba a las playas paquetas y les movía la merca. Si volvía sin la bici andá a saber si la contaba. Esa noche en la penumbra, entró una negra bastante bajita pero comprimida, viste, un buen lomo. Se presentó como Rosa, y esbozó una bella sonrisa, que pude ver con ojo y medio, ya que éste se estaba recuperando. Resplandecía.   
Mientras acomodaba algunos frascos en una mesita, canturreaba algo. Le dije mi nombre. Ella se acercó, quitó las vendas con cuidado y me dijo “Está feo, eso”. “Y duele” le respondí. Me limpió la herida con gasas húmedas y luego me clavó los ojos. “¿Qué andás haciendo por acá?” y le contesté que “paseando, nomás”. Entonces, con una sonrisa cómplice, me preguntó “¿Te puedo contar un secreto?”. Yo encontraba todo aquello como onírico, casi en el límite entre la vigilia y el sueño, más con el golpazo en el mate. “Soy sacerdotisa. Tengo una pomada aquí que te curará bien rápido esa herida. Sólo que debe quedar entre nosotros, no se lo podés decir a nadie.” “¿Por qué?”, atiné a preguntar, no muy seguro. “Porque acá solo utilizan medicinas tradicionales. Éste es un secreto milenario de mis ancestros africanos. Acelerará mucho la curación”. “Bueno, mandale, entonces, si vos decís que es bueno…” “Pero boca cerrada, eh, que si se enteran me echan a patadas”. Sacó de entre sus ropas un pequeño pote, metió los dedos y extrajo una pasta blancuzca. Comenzó a frotarla suavemente sobre la parte afectada, e inmediatamente sentí un fuerte calor. Como si hubiese sido esas pomadas para atletas, viste. Y lo que empecé a vivir casi con bochorno era la erección que, ante el contacto de sus manos, se me iba produciendo.
-Siempre el mismo puerco -dijo Pepe.
-Encima -prosiguió Renato-, hacía rato que no la ponía. “¡Opa!” dijo Rosa, y agregó con sorna-, “parece que tan mal no estás”. “Son tus friegas, que me hacen bien”, le dije. “Ah, te hacen bien”, retiró las sábanas, miró de soslayo sobre sus hombros, me agarró el nabo y comenzó a acariciarlo, con el calor de sus manos, o el ungüento, no sé, hervía. Fue cuestión de segundos y me eché un polvo impresionante. Ella me limpio como buena enfermera, rió un poco quedamente y antes de irse, me dijo “Vas a ver que mañana vas a estar mejor”.
-Che, qué buen tratamiento, ahí, ¿no? 
-Y bueno, boludo, entre tanto palo alguna tenía que salir bien, qué querés. Pero en el balance de la historia no salió tan bien que digamos. Al otro día estuve esperando el tratamiento nocturno. Todavía me mareaba bastante, pero estaba más ubicado. A la nochecita vino, me aplicó la pomada…
-Y te hizo otra paja.
-No, me la chupó.
-¡Ah, bueno! Decime adónde queda y me voy a internar unos días.
-Al otro día me dijeron que me tenía que ir. Me dieron un blister de comprimidos, supongo que antibióticos, y me indicaron que pasara a los dos días para las curaciones. Me fui por ahí, pidiendo para morfar y durmiendo en un banco de la estación de micros…
-Qué idea más rara de pasar las vacaciones, la tuya -Observó Pepe.
-La paso bien, generalmente, no te creas. Éste no fue el caso. Llegado el día, esperé más o menos hasta la hora que entraba Rosa. Me hicieron pasar y en lugar de rosa estaba atendiendo una vieja gorda y desagradable, con la cara llena de verrugas. “¿No está Rosa?” le pregunté. “No sé quién es esa tal Rosa”, me respondió, y procedió a efectuarme las curaciones tradicionales como con asco y sin tomar el menor recaudo respecto de mis dolores o incomodidades. Antes de irme pregunté por Rosa a un médico, o al menos creo que lo era, y me dijo que no trabajaba más allí. Ante mis pedidos de cualquier información que me permitiera encontrarla, se encogió de hombros y me dijo que vivía en Niteroi, pero no tenía idea de su domicilio. Ese lugar es muy grande. Así que perdí toda esperanza de volver a verla. Volví a la estación, deprimido, pensando en emprender la vuelta ni bien se me curaran un poco las heridas del balero. Entonces, un par de noches después, a eso de las dos de la madrugada, la vi descender de un bondi con un fulano; negro, también. Los seguí. 
-¿Estabas enamorado? -Pregunté.
-Mirá, traté de justificarme pensando que necesitaría el ungüento, ya que las medicinas tradicionales habían dado mucho menos resultado, y la herida estaba comenzando a infectarse; pero los celos que me quemaron por dentro al verla con el fulano ése me dieron la pauta que era más que nada una excusa para volver a verla. Entonces, me puse la capucha de la campera (más que nada por las vendas, que eran muy visibles) y los seguí. La parada del ómnibus en la que se detuvieron, a pesar de la hora, estaba muy concurrida, lo que me ayudó a pasar desapercibido. Junté las monedas necesarias para el pasaje, que había conseguido pidiendo a la gente, para lo que el abultado vendaje ayudaba bastante. Cuando subieron, esperé que subieran algunos más e hice lo propio. Ya estaban sentados, así que me pude manejar un poco más desaprensivamente. Me senté bien detrás (allá a los bondis se sube por detrás y se baja por adelante). Anduvimos unos cuantos minutos y comenzamos a atravesar la bahía de Guanabara por el extenso puente sobre el Río Niteroi, tal como me había dicho el médico. Cuando se bajaron hice lo propio una parada después, y volví corriendo a tiempo para verlos doblar en una esquina. Pararon frente a una casa humilde pero pintada toda colorinche. Hablaron unos momentos, el tipo la besó y ella entró, mientras él comenzó a caminar en mi dirección. Nos cruzamos y saludó, “boa”, dijo, yo le respondí y seguí de largo. Caminé un par de cuadras y volví sobre mis pasos. Presa de una determinación insólita, iba a golpear a la puerta cuando ésta se abrió. “Adelante. Te estaba esperando” Ante mi estupor, agregó: “Te dije que era sacerdotisa, veo más allá que muchas personas. Aunque no hacía falta ser muy perceptivo para verte con esa ridícula capucha, tratando de ocultarte.”
Entramos, nos sentamos a una mesa y sirvió dos vasos de cachaça. “Ahora vas a escucharme. No te pregunto por qué viniste porque eso también ya lo sé.” “Ése que se fue, ¿es tu novio?” “Eso no es asunto tuyo. Te dije que te limitaras a oírme, no tengo mucho tiempo y estoy agotada, me quiero ir a dormir. Alimentás ciertas pasiones hacia mi persona, cosa que me honra; pero desde ya, y muy honestamente, tengo que decirte que eso es inviable. No voy a decirte por qué. Simplemente te digo que tenés que volver a tu País, terminar de curarte y olvidar este episodio de tu vida.” Entonces fue que vi algo que reptaba hacia su hombro. Alarmadísimo, pude discernir una serpiente de gran porte. Antes que diera voz a mi pavor, ella la tomó y dijo: “Eduviges, ¿qué estás haciendo acá? ¿No te dije que te fueras con tus hermanos?” La tomó por detrás de la cabeza con una mano, con la otra agarró el cuerpo, la sacó hacia otra habitación y cerró la puerta. “Estuviste a punto de mearte en los calzones, ¿eh? Ésa es una de mis chicas. Tengo muchas. Por eso es que quiero que veas que lo nuestro no tiene andamiento. Pertenecemos a mundos distintos.” Yo entré en un estado depresivo que tenía que ver con mi situación miserable, mi cuerpo maltrecho, mi corazón herido…
-Pará un poco, chabón, tampoco es para tanto -le dijo Pepe.
-Vos dejá de hablar de cosas que ni te imaginás hacer, gil -lo reconvine. -Seguí, Renato, no le des bola.
-Mirá, Pepe, si me vas a chicanear te voy a cagar a trompadas. No estoy de ánimo para tus estupideces. La cuestión es que me dio una lata del ungüento, me regaló esta estatuilla y me indicó irme para nunca más volver. En la puerta, me dio un beso leve sobre los labios y cerró la puerta. Me quedé unos segundos y luego me fui, sin saber siquiera cómo iba a volver a la estación de ómnibus. Caminé al azar, como yendo hacia el Puente para intentar que alguien me llevara, aunque a esa hora… unos pasos más adelante un auto se detuvo y, con gran asombro, vi al negro que había acompañado a Rosa hasta su casa, que abría la puerta de mi lado y me invitaba a subir. Era todo muy loco, pensé que estaba alucinando, qué sé yo, entre el golpe, las cachaças, el estar mal alimentado, una probable infección… pero no. Ahí estaba. Yo estaba tan deprimido que me daba más o menos lo mismo lo que me pudiera pasar, así que subí. Me extendió un cigarrillo y acepté. Me dijo, entre risas, que yo era el que los había estado siguiendo desde la estación de micros. Le pregunté cómo sabía y me dijo que había sido Carlinhos quien me había señalado. “¿Carlinhos? No conozco ningún Carlinhos”, le dije, y él me dijo que yo acababa de salir de su casa, y agregó “Seguramente te dijo que se llamaba Rosa”, y soltó terribles carcajadas. “No hay nada que hacer. Este Carlinhos es realmente un hijo de puta.” Estuve pensando en pedirle que pare para ir a increpar a Rosa, Carlinhos, o quien mierda fuera, pero desistí. Estaba muy cansado, no me sentía bien y la revelación del negro aquel me había conmocionado. Dijo algunas cosas más, y el resto del tiempo se la pasó contando hilarantes historias que ayudaron un poco.
-Pará un cachito -dijo Pepe, ya bastante ebrio-, ¿Me equivoco, o acabás de decir que te chupó la pija un chabón?
-Pasa que yo estaba mal, era una mina hermosa y había poca luz -se excusó Renato, visiblemente abochornado.
-¡Lo único que falta es que le des explicaciones al pelotudo éste! -Me ofusqué.
-Sabés qué pasa -comenzó a decir con sorna el idiota de Pepe-, que si contó que se la chupó, qué querés que te diga, para mí se lo empernó.
-¡Te retirás inmediatamente de esta casa!
-Eh boludo, qué te pasa…
-Que si no te las tomás, y calladito la boca, te saco a patadas y te ahogo en el cordón de la vereda, estúpido.
-Dejá, Cratilo, está bien. Yo ya me voy y le lo llevo, al gil éste. Le voy a explicar un par de cosas.
-Dale un buen bollo departe mía -dije a Renato cuando salían.

-Qué amiguitos que tenés, eh -dijo Patricia cuando quedamos solos.
-Los mejores que conseguí. Mirá, Renato se olvidó la estatuilla. -La examiné. -Mirá vos, es Oxumaré.
-¿Y quién carajo es, Oxumaré?
-Es un Orixá, una deidad africana. Su culto tiene lugar desde Haití hasta el Umbanda carioca, e incluso rioplatense. Es andrógino, y tiene que ver, entre otras formas, con el Vudú.
-Sacalo de mi vista, no me gustan esas cosas.
-Bueno, nena, me voy a dormir.
-¿Me puedo quedar?
-Si es “a dormir”, no hay problema. Tomé demasiado, no creo que tenga ganas de ponerla.
-Dije a dormir. No sé, algo en la historia que contó Renato me dejó medio sensible. 
Nos fuimos a la cama. Yo también estaba algo triste por mi amigo, se lo veía muy deprimido. Nos abrazamos y nos quedamos dormidos. 
No sé cuánto tiempo pasó, pero me desperté con dolor de cabeza. Tanteé a mi lado y Patricia no estaba. Escuché una música de coros que de alguna manera sonaba como salida del mismo infierno. Me Levanté, caminé hacia el comedor y advertí que la puerta estaba abierta, y la música venía desde fuera. Me acerqué a ver que pasaba y vi que el departamento de enfrente, ese misterioso antro aparentemente deshabitado, estaba abierto también y se observaba en su interior ese juego de luces y sombras propio de la iluminación con velas. Empujé la puerta y allí estaba Patricia, desnuda en en suelo, desvanecida, rodeada de serpientes que me miraban. Iba a sacudirlas a como pudiera, ya que estaba descalzo y en calzoncillos, cuando la pared detrás de ella se iluminó de golpe, como si hubieran encendido un spot; y lo que vi me heló la sangre: sobre la superficie vertical, un sinnúmero de serpientes reptaban inmunes a la gravedad, como si en realidad me estuviese asomando a un infecto pozo atestado de ofidios. Entonces grité, y grité…
-¿Qué te pasa, boludo, estás bien? -Me preguntó alarmada Patricia. Desperté, esta vez en serio, bañado en transpiración. Me levanté, abrí la persiana, fui a buscar la estatuilla y la arrojé por la ventana del balcón tan lejos como pude. Luego fui hasta la cocina a prepararme sal de fruta.
-¿Qué hacés, boludo? ¿Qué te pasa, qué tiraste?
-La estatuilla de mierda, esa.
-¿A vos te parece que…?
-No importa, no la quiero acá. Y mañana lo voy a buscar al pelotudo de Renato, tirarle el ungüento a la mierda y llevarlo a un médico como la gente.

Volvimos a la cama. Esperé que mis palpitaciones bajaran un poco, y después le di a Patricia lo que había venido a buscar, demorado por estas alcohólicas y folklóricas dilaciones.

miércoles, 3 de octubre de 2012

VAGINAS RUBIAS Y PUERTAS DIMENSIONALES

 Mikhail Lukyanenko 

Volvía a mi guarida pasada la medianoche. Tenía una sensación ambigua; por un lado estaba algo triste, pero por otro todo lo contrario. Volvía del velatorio de don Tamayo, un veterano con quien habíamos establecido esa clase de amistad tan enriquecedora que suele darse entre personas de distinta generación, basada en confianza y respeto por el otro. Las extrañas circunstancias que dieron marco a su deceso son el motivo de este reporte.
Dos noches atrás, caí de nuevo en la trampa de comprar dos litros de cerveza, que se terminaron demasiado rápido; así que fui a comprar dos más. Al volver, me sorprendió ver a don Tamayo sentado en la puerta de su casa. Si bien solía estar allí a las tardecitas, incluso hasta después de anochecer, era la primera vez que lo veía casi a medianoche.
-Qué dice, Cratilo.
-Buenas noches, don Tamayo. ¿Qué anda haciendo tan tarde?
-No tengo sueño, y la noche está preciosa. ¿Se va a tomar unas cervecitas?
-Si dios quiere… ¿me acompaña?
-Si quiere, vamos pa’ dentro. Tengo un wisquicito que ni le cuento, vea.
Se incorporó con dificultad. Tenía una pata de madera, bien rústica, aparte de artrosis varias. Entramos y fuimos a la sala, que daba a un patio trasero perfectamente visible a través de un gran vidriado. Sirvió dos copas de whisky muy generosas. Yo puse una cerveza en la heladera y abrí la otra. 
-¿Su señora?
-No se haga problema. La Ernestina se toma la pastilla y le puede tirar una bomba atómica al láu, que no se dispierta.
Bebimos y fumamos. Luego don Tamayo dijo de pronto: -Sabe qué, Cratilo, creo que me debo estar por morí‘.
-¿Qué le pasa, hombre? ¿Se siente mal? -Recordé cuando años atrás me había dicho, casi en pánico, que tenía “glucemia”. Claro que le tuve que explicar la diferencia entre glucemia y leucemia. Igual, mucho no me creyó.
-No, me están pasando cosas raras, vea.
-Supongo que me quiere contar.
-Se va a pensar que estoy loco.
-Para eso no hace falta que me cuente nada.
Se carcajeó, y me dijo: -Bueno, ‘tonce le voy a contar. Resulta que ayercito nomá’, estaba sentado en este sillón, pensando en bueyes perdidos. La Ernestina se había ido de visita a lo de su hermana, y se iba a quedar pa’ la cena, vio.
-Ahá.
-Iba cayendo la noche. Yo no tenía gana’ de levantarme a prender la lú, aparte pa’ que mierda la iba a prendé, pa hacer gasto, nomá‘. Y entonce’ vi como un refucilo, allá en el patio. Creí que venía tormenta, pero no. Era una mujer, hermosa, desnuda, que brillaba, allá al láu del limonero, ¿ve?
-¿Brillaba?
-Como que hay un dió, que brillaba, Y brillaba mucho. De vez en cuando hacía un refucilo, como le digo. Y me miraba. Tenía la vista clavada en mí. No le vuá decí’ que un poco me acojoné, pero lo pensé bien y me di cuenta que no tenía mucho pa’ perdé’. Tal vez fuera la muerte, pensé, que a la final no era una calavera huesuda y fea, sino una flor de potranca.
-¿No se habrá quedado dormido, y lo soñó?
-No me venga con eso, chango, que soy viejo pero no boludo…
-Yo decía, a mí a veces me pasa.
-Pero éste no es el caso. Usté’ sabe, Cratilo, no soy de andar hablando boludece’.
-Claro, hombre, yo decía, nada más. ¿Y qué pasó?
-Pasó que la mujé’, o lo que fuera, empezó a caminar pa’ acá, ¿vio? A medida que se acercaba, yo, con la boca abierta, me daba cuenta que estaba muy buena, la guacha. Y lo que no me pasaba de hace años, se m’empezó a poné dura.
-Oiga, Don Tamayo, mire que es contagioso, eh. Ya se me está parando a mí.
-Y, usté es joven, todavía. Si hubiera estáo acá se agarraba un garrote que mamma mía.
-¿Se da cuenta que es la primera vez que hablamos este tipo de temas?
-¿Y de áhi? ¿Acaso le da pudor?
-No, para nada. 
-’tonce déjeme que le cuente. La mujé’ esa empezó a caminar para acá, despacio, como tanteando el suelo, vea. Y cuál no fue mi sorpresa cuando atravesó paré’ y vidrio como si no hubiese habido nada.
-¿Atravesó el ventanal?
-Como le digo. Ya estaba acá mismito, y no me sacaba loj’ ojo’ de encima. Era como que chisporroteaba, vio, como cuando uno acerca algo elétrico a la radio. Y la luz que le salía era como que iba junta con el chisporroteo. Cuando estuvo frente a mí, me miró un rato. Yo le quería mirar el cuerpazo, pero no podía bajar la mirada. No por hinotizáo, o algo de eso, sino porque queda feo, vio, por más en bolas que esté. ‘tonce me preguntó por qué estaba tan desanimáo; así, como si las palabras sonaran adentro ‘e mi cabeza No movía los labios, vea Cratilo. 
-¿Telepatía?
-Que le dicen, sí. Y yo le contesté en voz normal, así, como hablo ahora, ¿vio?, y le dije “Soy viejo, tengo una pata ‘e palo y me queda poco. ¿Qué más queré‘?” “No, pero no es así. Tu camino recién empieza”, me dijo. “La muerte no es el final”. Y yo me lo creí. Yo, que nunca creí en nada que no pudiera ve’ o toca, vio Cratilo, usté’ me conoce. El asunto era que la que me lo decía era una d’esas cosas en las que no creía, y estaba allí; con su piel blanca, sus pendejo’ rubio’, crepitando entre unas cosas que eran como bichos de lú’ pero más chiquitos, y de distintos colores. ‘Tonce se m’empezó a poné’ dura.
-¿Pero no dijo hace un rato que se le empezó a poner dura?
-Más dura toavía. No era pa’ menos, Cratilo, vea. Y pa’ mí, que hacía añazos que no veía una mujé semejante… ni qué digo, semejante no vi nunca. Güena, sí, pero ésta era espetacular.
Se quedó como embelesado, casi se le caía la baba de recordarla.
-¿Y qué pasó?
-Y, lo que pasó a partir de áhi fue algo confuso. Me acuerdo que m’ empezó a masajear el garrote, y como que las luces me daban juerza, así que imagínese cómo lo tenía, como estaca, vea. Anduvimos meta y ponga acá, en el sillón éste, por la mesa, por el patio… y yo era joven de nuevo. Y tenía las dos patas. Le dimos “como Pacheco a las tortas”, joven Cratilo. Y una de luces que parecía el aniversario de la ciudá. Despué’ todo fue aminorando, y quedamos tiráos en el pasto. Ella me hablaba con su cerebro, y yo le contestaba normalito, vio. Me dio algo de tomar, medio brillante, era, y ni mierda sé de ánde lo sacó. Lo tomé, era má’ o meno’. La verdá que de gusto me gusta más el güisquicito, vio. Pero enseguidita nomá’ entendí todo.
-¿Qué, entendió?
-Todo. Qué somo’, pa’ qué estamo’, todo eso que nunca nadie sabe y vive preguntándose.
-Ah, buenísimo. Entonces me puede contar…
-No, m’hijo, ojála pudiera. Pasa que eso no viene con las palabras. O viene con la forma ésa de la mina, de hablar con la cabeza, o será con el menjunje ése que me dio.
-Claro, creo que lo entiendo.
-Lo que sí le puedo decir que el mundo es algo grande -se le iluminaron los ojos. -Y que es cierto que uno no muere, es como que se mezcla con todo por áhi. Pero mejor… sepa disculpar, me parece que estoy en pedo, ya.
-No, déle, me interesa.
-Es que no hay mucho más pa’ decir. Me disperté tiráo. Áhi en el pasto, en pelotas, viejo y choto como soy. Tuve que andar a los saltitos, sacudiendo los güevos, hasta encontrar la pata. Pero estaba felí. Sabía que me quedaba poco, y la verdá es que tengo muchas ganas de pasá’ a vé’l mundo como ayer. Y creo que me vuá podé’ ir prontito, nomá.
-¿Acaso se piensa amasijar?
-No sea dramático, Cratilo. Ya pude vé’ la puerta. Tengo que juntá coraje pa’ cruzarla. Se trata de dejarse ir, nomá’.
-¿Y la Ernestina? 
-Va a estar mucho mejó, sola. Tiene sus pesito’, la pensión… y no va’ tené’ que seguir cargando con un trasto viejo. Pa’ colmo con una pata meno’ y la otra toda descolada. No se aflija, es mejó’ pa’ todos, va’ ver.
¿Qué decir? ¿Sería cierto o el viejo deliraba? Era un tipo serio, no hablaba giladas nunca, y mucho menos refiriéndose a cuestiones cruciales como la vida y la muerte. Vaya uno a saber, y más si no tiene un ángel que le haga echar polvo de estrellas y le convida una papusa de andá a saber qué dimensión.

Como decía al principio, volvía a mi guarida pasada la medianoche. Tenía una sensación ambigua; por un lado estaba algo triste, pero por otro todo lo contrario. Al comenzar a subir la escalera oí música, y pensé que había dejado la radio encendida. Lo mismo la luz, que podía verse por debajo de la puerta. Y eso ya no era tan probable; jamás consumía luz al pedo, por razones de mera economía. Me puse tenso, y más aún cuando metí la llave y advertí que la puerta estaba abierta. Entré sigilosamente, mientras en mi estéreo sonaba “You’re so good for me”, de Humble Pie. En el comedor no había nadie. Me asomé a mi habitación y me volvió el alma al cuerpo: era Patricia, la vecina de abajo que era una mina de fierro, la única capaz de hacerme pisar el palito y que además, lo sabía. Estaba acostada en mi cama, casi desnuda, exuberante.
-¿Qué hacés acá?
-¡La concha de tu madre, boludo! ¡Mirá el susto que me pegás!
-Ah, claro, yo te asusto a vos… llego y oigo música, está todo abierto, y la que se asusta sos vos… a propósito, ¿cómo entraste?
-Por la puerta, gil, por dónde querés que entre. La dejaste abierta. Encima que te cuido la casa…
-¿La dejé abierta?
-Y, a atravesar paredes todavía no aprendí.
Me fui a buscar una botella de ron, pensando en la tremenda ironía involuntaria a la que la hermosa vecina había dado voz. Serví un par de copas y me tiré en la cama, a su lado.
.Vengo del velatorio de don Tamayo. 
-¿Cómo estaba Ernestina?
-Y, dentro de todo, bien, tranquila, por lo menos.
Me empezó a acariciar la cabeza. Sabía que estaba triste, era una mujer muy perceptiva. Y yo necesitaba eso. El perro salvaje necesitaba caricias. Se me empañaron los ojos, así que tosí e hice un denodado esfuerzo para mandar las lágrimas de vuelta para adentro. Tantos años de construir un personaje no iban a ser tirados por la borda en una mariconeada. Igual, creo que se dio cuenta.
-Vení, recostate acá -y me dio apoyo en su mullido regazo.
-Hoy no te voy a servir para mucho.
-Sólo quiero acompañarte, hacerte unos mimos…
-OK - le dije, mientras me apretaba contra su cuerpo. Y a pesar de lo tierno de la situación, y como decía don Tamayo, “se m’empezó a poné’ dura“.

lunes, 17 de septiembre de 2012

UN PELO DE CONCHA…

Olga Levchenko

El farol de la esquina oscilaba al son de un vientito húmedo, tan húmedo que se veía como vapor fluyendo en la mortecina luz. Entré en el bar. Allí estaba Lina, una mujer bastante mayor (unos sesenta, digamos) que servía los tragos y -al menos a mí-, aceptaba la cuasi-moneda con la que nos pagaban por entonces. Un símbolo de otro símbolo, ya que el oro estaba en las arcas de los de siempre. 
-Hola, nene -que así me decía-. ¿Qué vas a tomar? -mientras le daba un buen trago al vino blanco suelto, expresando placer en su rostro pintarrajeado y en sus ojos celestes permanentemente enrojecidos.
-Una cerveza de litro. 
Me serví un vaso.
-Mirá, nene, vos no sos para acá…
-¿Me estás echando?
-No, digo que acá sólo vienen viejos borrachos y frustrados, a suicidarse lentamente. Vos no sos para acá.
-Bueno, cumplo dos requisitos de tres. Para viejo, dame tiempo.
-Vos sos inteligente, sabés lo que te quiero decir.
-No tengo esa picardía anglosajona que tenés vos, pero me las arreglo.
-No empecés.
Y de nuevo salí con la vieja chicana.
-Lina “Jádson”, te llamás… -me referí a ella con pronunciación inglesa, y ella renegó:
-Yo soy argentina, nene, yo soy Lina Húdson -pronunciación criolla-. Ya te lo dije mil veces y no me hagás calentar.
En eso entró un tipo grandote, muy grandote, rubio, semicalvo y con mirada triste. Se sentó a mi lado, tomó un vaso usado quién sabe por quién y se sirvió de mi botella. Lo miré, pensando que si saltaba probablemente me aplastaría como a una pulga.
-¿Qué se piensa que está haciendo? -Lo increpó Lina. -La cerveza es del muchacho.
-Sabe qué pasa, doña, que no tengo un peso. Y en mi pueblo, si uno tiene trago, tienen todos.
-Váyase a su pueblo, entonces.
-Dejá, Lina, está bien.
-Bueno, tome esa copa y váyase nomás.
-No me trate como a un perro, señora, qu’ el mundo ya me ha tratáo así todo el tiempo.
-Dejalo, Lina. Si me aceptás los bonos, invito yo.
-Decí que en el mercado los toman, sino los echaba a la mierda a los dos.
-Gracias -Dijo el grandote. Una nube de tristeza lo rodeaba, como la humedad al farol de la esquina.
-¿Qué le anda pasando? -Pregunté.
-La vida, me anda pasando.
-Bueno, que yo sepa, para bien o para mal, nos pasa a todos.
-En mi caso es pa’ pior, vea.
-Siempre hay algo que lo salva, a uno -dije, sintiéndome un energúmeno escritorzuelo de libros de autoayuda. No contestó. Hizo bien.
-Oiga, hombre -terció Lina-, encima que viene a chupar de arriba tira una onda nefasta, diga. Por lo menos cuente cuál es la causa de tanta mala sangre, vio…
-No creo que lej interese mucho.
-Pruebe, a ver. Por ahí se saca el carozo del buche.
-Vengo desde Florencio Varela. Hasta hace un rato vivía allá. Salí con lo puesto. No tengo nada, las últimas monedas las gasté en el tren.
-No andará con problemas con la ley, ¿no? -Preguntó Lina, con el ceño fruncido.
-No, doña, quédese tranquila -respondió, y a continuación inquirió a su vez: -¿De veras quieren que les cuente? -Con la sorpresa propia de quien no está acostumbrado a que le presten atención alguna.
-Bueno, hombre, si quiere.
-La voy a hacer corta porque ya me siento bastante huevón. De chico solo conocí abandono y miseria, por decir nomás, vio; la cosa empezó en Piedra del Águila, allá al sur, en el Neuquén. Me enteré que andaban conchabando gente pa’ trabajar en la presa…
-Sí, la hidroeléctrica.
-Eso mesmo. Y allá juí.
-Pero eso fue hace una bocha -observé.
-No se priocupe, ya le dije que la vua’cer corta. Y tiene razón, por ese entonce’ no había mucho que hacé’, que no sea deslomarse en la obra y tomarse unos vinitos por áhi. Hasta que un día abrieron un cabaré, por áhi por la zona.
-Ésa me la veía venir -dijo Lina.
-¿Quién sos, vos, Walburga?
-No sé quién es ésa, pero por las dudas, andá a la puta que te parió. Sos muy pichón, nene; cada vez que entra al bar un tipo en este estado, hay una pollera de por medio.  
-Tenés razón. Estuve medio lento.
-¿Medio?  -Y dirigiéndose al hombretón: -Mire, si va a hablar guarangadas, recuérdese que soy una dama. No vaya a andar diciendo porquerías como suele hacer el puerco éste…
-¿Y cómo cree que le vuá podé contar…
-Ah, no sé, arregleselás. Es asunto suyo. Parece bruto pero no es para tanto.
-Bué, es como dice usté, señora. Como no había mucho que hacer aparte de hacer pastone', desparramar cemento, cavar, hacer cimiento', y esas cosas, los vierne’ y a vece’ lo’ sàbado también, noj íbamo’ p’al nái clú.
-Viste, “Húdson” -señalé, insidiosamente.
-Y bué, allí la conocí a la Olga. Claro que allí se hacía llamar Greta. Era bailarina de estrí tís, y el polvo salía un poco más caro…
-¡Le dije, hombre!
-Y bué, doña, qué quiere que le diga… somos todos grandes…
-Dale, Lina, dejá de hinchar las pelotas. Dejalo hablar tranquilo, como si no conocieras lo que es echarse un polvo…
-Mirá, nene, no empecés porque te rajo del orto, eh.
-¿Ves que vos también decís guarangadas? Bajá la botella de ginebra, dale.
-¿Vas a pagar?
-Eeeeh… ¿cuándo no te pagué?
Bajó la botella de Bols nacional y llené los vasos con restos de cerveza.
-Gracias -dijo el hombretón, y sentí que su gratitud era inédita en mi acervo experiencial. -La cosa es que dejé todo mi dinero entre sus piernas. Estaba güena, la loca. Y… -medio se detuvo y pispeó de reojo a Lina, que secaba vajilla y lo miraba con cara de pocos amigos.
-Déle, mándele -lo alenté. -Éste es un bar de hombres, al fin y al cabo.
-Es el bar de una mujer -aclaró Lina.
-No saben cómo chupaba la pija -continuó el grandote, de sopetón. Lina se puso roja, pero 1) la marea se le venía en contra; 2) éramos los dos únicos clientes en una noche desapacible; 3) estaba interesada por conocer el resto de la historia.
-¿Alguna técnica en especial?
-Todas, las ténicas. Nunca vi nada igual. Era capaz de llevarlo a uno desde el infierno al cielo varia’ vece’ seguidas, una artista.
-Y al final, ¿se la tragaba? -Lina hizo un visaje de agravio, pero no dijo nada.
-Le permito la falta de rispeto porque yo solito abrí el pico. Pero sí, como si fuera champán, en plena rebalsada, nomá‘.
-Si siguen hablando así van a tener que irse a terminar el trago a la plaza.
-Ta’ bien, doña, disculpe.
-Entonces se enamoró de ella, ¿no? -Aventuré, haciendo caso omiso de las amenazas de Lina.
-Yo sabía que una mujer así no era pa’ enamorarse; pero como ella me decía que me quería, y que quería rajarse del cabaré conmigo, empecé a entrar por el aro.
-Literalmente.
-¿Cómo dice?
-No importa, continúe, si gusta.
-Entonce’ yo me rompía la cabeza pensando en cómo sacarla de allí. No vaya a cré’ que me tragaba la píldora esa del amor, y eso. Soy lerdo pero no tan abombáo como para no saber que esta clase de mujeres le hacían hacé’ toda clase de idioteces, al hombre.
-”Es zonzo el cristiano macho cuando el amor lo domina” -Recitó Lina.
-Un pelo de concha tira más que una yunta de bueyes -dije yo.
-¡Ya tenía que saltar, el guarango!
-Bueno, así y todo, por el polvo, nomá, me puse medio loquito, y entre otras cosas le pedí que no me cobre, así juntaba unos mangos pa’ poder irnos a la mierda. Me dijo que por lo menos tenía que darle la parte del cafisho, que no era poca. 
-Así son las cosas…
-Tal cual, vea mozo. Y en eso, una noche, hicimos un asadito pa’ la peonada, que éramos nosotros, ¿no? Morfamo‘, chupamo’ y cuando estábamo’ bastante mechaditos, el Zurdo dijo: “¿A que no saben quién se puso de novio?” Y todos le preguntaban “quién quién”, sabiendo que empezaba la guasa. “El gorreáo éste”, y me señaló a mí. “Qué te pasa, cabrón” le contesté, y él seguía, como si yo no le hubiera dicho nada: “¿Y saben quién es la novia? La Greta, tomá pa’ vos.” “Estás mamáo, dejate de hablar pavadas”, le dije, pero él seguía. Que la Greta misma se lo había contado mientras se la emporronaba, que ésto y que’l otro. Yo me calenté y lo llamé a silencio, porque lo iba a cagar a trompadas. “¿Qué te creés, que porque sos grandote te vua’ tené’ miedo?” Y yo, que estaba cada vez mas caliente, le dije “¿Querés probar?” Y m’ hizo la parada, el estúpido. Nos levantamo’ y ahí mismito, con todo el obreraje alrededor, el Zurdo empezó a bailotear, y a hacerse el payaso. Tipo Cassiu’ Clay, ¿vio? De vez en cuando me tiraba algunos puñetes, y alguno que otro me’mbocaba, pero la verdá es que ni los sentía. Lo que más me molestaba eran las risas y burla’ de los compañeros, que como siempre, cinchaban pa’l más débil, sobre todo cuando daba espetáculo. Me juí encegueciendo de rabia, y en una que se descuidó por cachetearme, lo emboqué de lleno en la sien. Cayó como bolsa ’e papa. Se quedaron todos calladitos. Yo me asusté, porque el Zurdo no se movía. Lo jui a ve’, lo senté contra una paré y vi que le salía un poco ‘e sangre por la narí. Era raro, porque lo había embocáo en la sien, como les dije. Quise creé que se había golpeáo al caer, y no que le venía de adentro.
-También, con esas manazas… parecen racimo de porongas.
-Son mano ’e trabajador, mozo. Pero volviendo, lo güeno era que respiraba. Se dispertó un poco y dijo que se iba a dormí. Le dije que no era güena idea, que mejor se quedara un rato dispierto; hasta le ofrecí acompañarlo al dotor, pero me sacó del orto y se jué a dormí, nomá.
-¿Y se murió?
-No. Al otro día amaneció hablando zonceras y bastante tololo. Pensamos que se iba a curar, pero no. No servía pa’ laburar, ni casi pa’ nada. Uno de lo’ muchacho’ me dijo que lo’ patrone’ m’iban a echar toda la culpa, lo iban a echar al Zurdo como a un perro y me iban a cargar el fardo a mí, y si no pagaba m’ iban a poné’ preso. Lo pensé y tenía razón, así que lo agarré al Zurdo (que por suerte estaba boludo pero era dócil), pasé a buscarla a la Olga y cuando vio el cuadro, se vino. Dijo que quería vivir en la Capital. Así que pagó los pasajes y con lo poco que teníamos alquilamos un rancho piojoso por acá por Florencio Varela. Y a partir de ahí, l’ único que hice fue deslomarme trabajando de albañil, haciendo changa’ y eso. Pero la vida no era tan mala, igual. Tenía a la Olga, que era hermosa mujé‘, y entre los dos, era como que estábamo’ criando un hijo bobo, que venía a sé’ el Zurdo. Todo’ los días le pedía perdón, y su zoncera era una culpa permanente en mi cabeza. El pobre parecía entender, pero seguía moviéndose como un flan y hablando tan pa’ la mierda que no se le entendía nada. 
Y así jueron pasando loj año’. Hasta que hoy mismito, después de terminar un techo debajo de esta humedá, el capataz nos dio permiso pa' irnos. Entré a casa, la radio estaba prendida fuerte. Cuando pasé a la cocina, a lo primero no entendí bien, pero enseguida me dí cuenta que la Olga estaba arrodillada adelante del Zurdo chupándole la pija. Y el zonzo que me miraba, sonriente, como si me la estuviera devolviendo a propósito. Creo que la Olga ni se habrá enteráo que estuve, porque salí así, con lo puesto, más voleáo que el mismo Zurdo. Y ahora estoy acá. Eso me pasa por confiar en una puta.
-Hasta ahí veníamos bien -dijo Lina-, pero déjeme decirle, grandulón, que las putas son lo más confiable que hay, y si no, pregúntele a éste. Mala gente hay en todos los oficios. No tiene nada que ver que sea o haya trabajado de puta; es mala entraña y listo.
-Sí, puede sé’.
-¿Y qué piensa hacer, ahora? -Le pregunté.
-No sé. ¿Puedo ir a dormí a su casa?
-No, hombre, imposible. El que me la alquila vive abajo y si lo llevo nos echa a los dos. Yo le diría que como está la noche… vaya a dormir al policlínico. En la sala de espera principal seguro que lo dejan.
Pagué los tragos (en bonos), saludé y cuando me iba oí a Lina preguntándole al grandote si no se iba él también.
-Dejalo que termine la ginebra, queda un poco y ya está paga.
-Claro, borrate y dejame el fardo a mí, dale…
-No se priocupe, doña, termino la ginebra y me voy.
Salí a la noche desapacible, subí las solapas de mi saco y emprendí la marcha a casa. Me sentí triste por la bestia humana sensible.

Unas noches después volví al bar de Lina, y cuál no fue mi sorpresa cuando vi al grandote tras la barra, repasando unas copas.
-Buenas tarde’, don nene -me dijo sonriente. -Ahora tengo conchabo. ¿Le puedo invitar un trago?
Miré hacia la derecha y allí estaba Lina, tejiendo con agujas, sentada al lado de la ventana.
-¡Ah, bueno! Parece que te llegó la jubilación…
-Y, ya era hora, nene.
-Servime una ginebra -le dije al urso, y volví a dirigirme a Lina: -Parece que tiene todo grande, el fulano éste.
-Ves que sos un desubicado. Qué nene más hijo de puta que sos…